Es de noche y por Alberdi andan pocos autos. A simple vista, las veredas están casi vacías y la mayoría de los negocios, cerrados. La luz de un local que vende comida para perros está encendida. Se acerca el dueño y ante mi pregunta, contesta: “Sí… lo conozco. ¿No está en la esquina? Esta mañana andaba por acá rompiendo las bolas”. El horario no era el indicado. César, el árbitro de Mataderos, no suele dirigir de noche.
Es de día y los rayos del sol están casi molestos. Alberdi está colapsada y más aún sus veredas. Los negocios, todos abiertos. Camino despacio. Miro atento y no lo encuentro. De repente, el ruido de un silbato al aire me da la primera pesquisa. César, anda cerca.
Ahí está, a metros de la calle Andalgalá. Entre saludos y bocinazos, saca la amarilla, habla solo, saca la roja y se mueve lento, sobre el mismo lugar. Un barbijo sucio le tapa el rostro y una gorra fluorescente de cotillón le cubre su pelo naranja. Carga dos bolsas de residuos enormes que si no tendrían poco peso serían inlevantables. Mira a lo lejos, revolotea las manos y guapea bravío a la estampida de autos que le pasan cerca.
“Soy puto, ¿no te molesta no?”, se presenta de una y aclimata la charla que ni siquiera había empezado. César balbucea cosas indescifrables, gira la cabeza, mira hacia lo largo de la avenida y se mueve impaciente. Saca de su ocasional equipaje un micrófono de juguete y una radio portátil destruida. La enciende y me muestra que, además de arbitrar, canta, baila y locuta partidos de fútbol. Como los que años atrás quizás haya jugado Chicago, club que se auto adjudica haber dirigido.
Porque él, con sus 56 años, dice ser “árbitro por decisión”. Hoy está ya retirado de un sueño futbolístico que tal vez sólo su conciente cree haber vivido. Por eso día tras día se encarga de dirigir el tránsito vehicular de Mataderos.
“¿De qué diario sos?”, pregunta curioso y corta la bocha. Lo corrijo, me mira fijo, y aprovecha para repetirme que a veces trabaja más cerca de la General Paz, en la calle. Además, que se estaba yendo a lo de su hermana, que vive a unas cuadras.
César tira como puede, con el mango justo. “Algunos negocios me dan algo para comer o algo de guita, el otro día el del almacén me dio 20 pesos”, dice asombrado. Así y todo tiene su propio rancho, sobre la calle Cosquín. A todo esto, me pide un favor. “Necesito 2 pesos para comprar un micrófono nuevo. Sale 15”, comenta y, por las dudas, insiste: “¿De qué diario sos?”.
En el barrio lo conocen todos. Algunos lo toman por colifa, por un chiflado inofensivo, o simplemente un rompe bolas. Otros se divierten y los menos, ya lo cagaron a palos. “Hay gente que tiene mucha maldad, los pibes están muy violentos. Ya me pegaron tres veces y me tuvieron que dar puntos en la mano -me muestra la herida por encima del dedo pulgar-. Además me llevaron puesto dos colectivos y tres autos”, concluye.
No es nada fácil pasar por loco y dirigir el tránsito. “Yo no le hago mal a nadie”, dice. Menos aún cuando recuerda que muy pocos lo contienen, su madre murió hace más de 20 años, y su padre hace unos meses. César está solo. Y solo camina, toca fuerte el silbato, saca la amarilla, la roja, y amonesta colectivos que transitan sin chistar. Solo, también se acerca y se despide. Antes, me dice: “¿No me podés conseguir una peluca?”.
domingo, 26 de julio de 2009
Un pensador a la orilla de la zanja
La única forma de poder entablar algún tipo de conversación con Sergei Somnsi, era acompañar su marcha. Parecía una caminata de nunca acabar, sin dirección y hasta peligrosa, ya que decidía hacerla por la calle, con el cordón cuidándole el flanco derecho y conmigo cuidándole el izquierdo.
Su apodo, es más que eso, es su posición, su identidad. Afirma tener la apertura mental de un filósofo ruso posmoderno y eso mutó a concebir el nombre. Nadie lo conoce como Sergio Presto, y no voy a ser yo quien lo deschave (¿?), pero la gente de Isidro Casanova sabe de él desde que era un impúber.
Sólo un par de años lo alejaron de estas partes del oeste, pero la vuelta era ineludible. “Soy un persona de verde, amarillo, naranja, marrón, azul, gris, no existo si soy blanco o negro”, resalta. 35 años tiene Sergei, de los cuales dice no haber trabajado ninguno. Su postura cabizbaja casi anatómica no me permite verle los ojos, ni siquiera su cara, solamente dirige su vista a las Topper negras que luce.
“La magia de la zanja reside en reflejarte entre la inmundicia de la ciudad”, justifica cuando arremeto en comentarle que los vecinos de la zona afirman verlo por lo menos 3 horas al día en la esquina observando fijamente el agua que se desliza por el finiquito de la vereda hasta concluir en la alcantarilla. Algunos piensan que está loco, otros le tienen miedo y los más antiguos lo sienten parte del paisaje del barrio. Miles son las frases rimbombantes que regala en cada paso, y eso que es larga la procesión individual.
Me confiesa haber leído textos de los más diversos, desde Sócrates y su mayéutica hasta la valoración del papel escrito de Quevedo. Pero sigo sin entender como hace para sobrevivir en un mundo regido por el mercado viendo la zanja y creando reflexiones junto a las personas que por ese momento de luz lo rodean.
“No gasto nada, vivo del alquiler del fondo de mi casa. Cultivo tomates, ajíes, albahaca, y tengo árboles de nísperos, ciruelas y castaña. Igualmente, por qué les importa tanto como puedo llegar a vivir o mantenerme, es increíble como la sociedad trata de meterte en el sistema. Si no trabajás sos un vago dicen, pero la palabra engaña, no es lindo volver trabajosa a la vida. Mi existencia es un riesgo a la cadena de valores de la persona, por eso buscan lavarme la cabeza”. Al preguntar por su familia se reserva, aunque reconoce irlos a visitar, de vez en cuando, al sur del conurbano. ¿Novia? Trata de eludirme la pregunta con una metáfora. “No creo en la media naranja. Y más difícil aún es que si cada ser humano es su propia naranja, esté en un cajón distinto. Aunque es cómodo tener todo el cajón para vos”.
Seguimos sin rumbo fijo aunque noté que mi brújula instintiva me dictaba el haber girado y emprender la vuelta. Fue casi como un guía turístico de la zona. No siempre lo hace de esta forma, a veces se toma un colectivo y se va para otros lugares de la provincia a visitar amigos.
Entre esos viajes, hay uno obligatorio. Es cuando tiene que volver al Hospital Psiquiátrico Municipal José Tiburcio Borda y realizarse las pruebas correspondientes con los médicos que permitieron su salida. Muchos amigos tiene ahí y algunos “no tanto”. Pero bueno, Sergei lo tiene muy en claro: “Son unas monedas, las del colectivo, las que pago para tener esta libertad”.
Su apodo, es más que eso, es su posición, su identidad. Afirma tener la apertura mental de un filósofo ruso posmoderno y eso mutó a concebir el nombre. Nadie lo conoce como Sergio Presto, y no voy a ser yo quien lo deschave (¿?), pero la gente de Isidro Casanova sabe de él desde que era un impúber.
Sólo un par de años lo alejaron de estas partes del oeste, pero la vuelta era ineludible. “Soy un persona de verde, amarillo, naranja, marrón, azul, gris, no existo si soy blanco o negro”, resalta. 35 años tiene Sergei, de los cuales dice no haber trabajado ninguno. Su postura cabizbaja casi anatómica no me permite verle los ojos, ni siquiera su cara, solamente dirige su vista a las Topper negras que luce.
“La magia de la zanja reside en reflejarte entre la inmundicia de la ciudad”, justifica cuando arremeto en comentarle que los vecinos de la zona afirman verlo por lo menos 3 horas al día en la esquina observando fijamente el agua que se desliza por el finiquito de la vereda hasta concluir en la alcantarilla. Algunos piensan que está loco, otros le tienen miedo y los más antiguos lo sienten parte del paisaje del barrio. Miles son las frases rimbombantes que regala en cada paso, y eso que es larga la procesión individual.
Me confiesa haber leído textos de los más diversos, desde Sócrates y su mayéutica hasta la valoración del papel escrito de Quevedo. Pero sigo sin entender como hace para sobrevivir en un mundo regido por el mercado viendo la zanja y creando reflexiones junto a las personas que por ese momento de luz lo rodean.
“No gasto nada, vivo del alquiler del fondo de mi casa. Cultivo tomates, ajíes, albahaca, y tengo árboles de nísperos, ciruelas y castaña. Igualmente, por qué les importa tanto como puedo llegar a vivir o mantenerme, es increíble como la sociedad trata de meterte en el sistema. Si no trabajás sos un vago dicen, pero la palabra engaña, no es lindo volver trabajosa a la vida. Mi existencia es un riesgo a la cadena de valores de la persona, por eso buscan lavarme la cabeza”. Al preguntar por su familia se reserva, aunque reconoce irlos a visitar, de vez en cuando, al sur del conurbano. ¿Novia? Trata de eludirme la pregunta con una metáfora. “No creo en la media naranja. Y más difícil aún es que si cada ser humano es su propia naranja, esté en un cajón distinto. Aunque es cómodo tener todo el cajón para vos”.
Seguimos sin rumbo fijo aunque noté que mi brújula instintiva me dictaba el haber girado y emprender la vuelta. Fue casi como un guía turístico de la zona. No siempre lo hace de esta forma, a veces se toma un colectivo y se va para otros lugares de la provincia a visitar amigos.
Entre esos viajes, hay uno obligatorio. Es cuando tiene que volver al Hospital Psiquiátrico Municipal José Tiburcio Borda y realizarse las pruebas correspondientes con los médicos que permitieron su salida. Muchos amigos tiene ahí y algunos “no tanto”. Pero bueno, Sergei lo tiene muy en claro: “Son unas monedas, las del colectivo, las que pago para tener esta libertad”.
lunes, 25 de mayo de 2009
El payaso cantor, un “surfer” de bondis
Pasa el bondi a las chapas y deja saludos en el viento con un bocinazo molesto. “Cucharón” espera y saluda. Está con tiempo. Tiene que tomarse el que va para la General Paz. De ahí le pega duro hasta Chacarita y se viene con el de la vuelta. Trámite que le lleva unas dos o tres horas.
Está solo. Siempre está solo. En realidad, lo acompañan su guitarra, su armónica y su música, la que entrega a los pasajeros en cada oportunidad que pasea por los colectivos.
Su laburo es jodido pero le sienta bien. Es lo suyo. “En general hay buena recepción. Se da de todo, desde la indiferencia hasta el halago”, dice mientras el ruido de los camiones que pasan por la Avenida Provincias Unidas lo tapan hasta enmudecerlo por segundos.
“Cucharón” es un ejemplar sin copias. Un payaso guitarrero con maquillaje desprolijo y un rostro redondo que carga con barba rasposa y 51 años. Hace más o menos 10 que está en la movida y cancherea sobre los trucos del “surf” de bondis. “Si la primera frenada del chofer es fuerte, la segunda es de golpe. Pero ya sé cómo agarrarme. El cuerpo tiene asimilado el movimiento brusco”, explica. Porque sostenerse de pie y estabilizarse a la vez en el “620” es metódicamente una técnica. “Además tenés 5 o 6 minutos para trabajar, y tenés que estar atento al que quiere bajar o pasar por donde estas tocando”, comenta.
No todo tuvo equilibrio en su vida. Sus ingresos perdieron estabilidad allá en los ‘90s. Sobre todo cuando su patrón de Obras Sanitarias, donde trabajaba, le pidió amablemente que no fuera más. Estaba despedido. Pero la solución la encontró rápido. “El negocio son los bondis”, pensó, y comenzó como ambulante a vender cualquier tipo de cosas. Enseguida pegó buena relación con los choferes y lo dejaron subir gratis. Pero la iniciativa tan prometedora… le duró poco. “No tengo alma de vendedor”, dice sin culpa. De ahí, con poco markenting, cambió la estrategia. Influenciado por un amigo, tomó la decisión de su vida. Maquillaje, sombrero, una flor, y una simpatía perseverante con qué bañar al personaje de felicidad y listo, ya era todo un payaso.
Lo de la música viene de antes. Dice que tiene un repertorio con muchas canciones, de distintas clases y estilos. Que grabó un “demo” en el ‘82 y que hasta a veces toca música clásica (SIC). No puede con su genio y me muestra. Se tuerce un poco para agarrar el mango de la guitarra acústica que lleva atajada a su espalda, con correa y sin funda. Toma posición, y en una esquina ruidosa de San Justo, entre semáforo y semáforo, un “Cucharón” con vos gruesa canta un folk, al mejor estilo León Gieco, con letras que hablan de la libertad y el amor. La gente nos mira y sigue. A nadie le importamos, ni a nosotros nos importa nadie. Termina y aplausos.
Así se gana la vida, moneda a moneda y canción a canción. Es un artista, una estrella sin fama, un vendedor de canciones y un surfer de colectivos. Es a secas “Cucharón”, porque a la persona en este caso se la devoró el personaje, quien “va incorporando todo el tiempo cosas”, quien se muestra un verdadero payaso cantor, y quien ahora se despide, porque pasa el 55, y prefiere tomarse ese.
Por Jacko Fingers
Está solo. Siempre está solo. En realidad, lo acompañan su guitarra, su armónica y su música, la que entrega a los pasajeros en cada oportunidad que pasea por los colectivos.
Su laburo es jodido pero le sienta bien. Es lo suyo. “En general hay buena recepción. Se da de todo, desde la indiferencia hasta el halago”, dice mientras el ruido de los camiones que pasan por la Avenida Provincias Unidas lo tapan hasta enmudecerlo por segundos.
“Cucharón” es un ejemplar sin copias. Un payaso guitarrero con maquillaje desprolijo y un rostro redondo que carga con barba rasposa y 51 años. Hace más o menos 10 que está en la movida y cancherea sobre los trucos del “surf” de bondis. “Si la primera frenada del chofer es fuerte, la segunda es de golpe. Pero ya sé cómo agarrarme. El cuerpo tiene asimilado el movimiento brusco”, explica. Porque sostenerse de pie y estabilizarse a la vez en el “620” es metódicamente una técnica. “Además tenés 5 o 6 minutos para trabajar, y tenés que estar atento al que quiere bajar o pasar por donde estas tocando”, comenta.
No todo tuvo equilibrio en su vida. Sus ingresos perdieron estabilidad allá en los ‘90s. Sobre todo cuando su patrón de Obras Sanitarias, donde trabajaba, le pidió amablemente que no fuera más. Estaba despedido. Pero la solución la encontró rápido. “El negocio son los bondis”, pensó, y comenzó como ambulante a vender cualquier tipo de cosas. Enseguida pegó buena relación con los choferes y lo dejaron subir gratis. Pero la iniciativa tan prometedora… le duró poco. “No tengo alma de vendedor”, dice sin culpa. De ahí, con poco markenting, cambió la estrategia. Influenciado por un amigo, tomó la decisión de su vida. Maquillaje, sombrero, una flor, y una simpatía perseverante con qué bañar al personaje de felicidad y listo, ya era todo un payaso.
Lo de la música viene de antes. Dice que tiene un repertorio con muchas canciones, de distintas clases y estilos. Que grabó un “demo” en el ‘82 y que hasta a veces toca música clásica (SIC). No puede con su genio y me muestra. Se tuerce un poco para agarrar el mango de la guitarra acústica que lleva atajada a su espalda, con correa y sin funda. Toma posición, y en una esquina ruidosa de San Justo, entre semáforo y semáforo, un “Cucharón” con vos gruesa canta un folk, al mejor estilo León Gieco, con letras que hablan de la libertad y el amor. La gente nos mira y sigue. A nadie le importamos, ni a nosotros nos importa nadie. Termina y aplausos.
Así se gana la vida, moneda a moneda y canción a canción. Es un artista, una estrella sin fama, un vendedor de canciones y un surfer de colectivos. Es a secas “Cucharón”, porque a la persona en este caso se la devoró el personaje, quien “va incorporando todo el tiempo cosas”, quien se muestra un verdadero payaso cantor, y quien ahora se despide, porque pasa el 55, y prefiere tomarse ese.
Por Jacko Fingers
Un “para siempre” combatiente
Con un caminar cansino, sin despegar los pies del piso, Carlos Alberto retoña sobre el Centro de Veteranos de Guerra de las Malvinas en el núcleo de San Justo. La desgastada suela de sus alpargatas mantiene sus pies con temperatura tierra y su reacción se vuelve casi un paradigma a la hora de darle un sorbo largo a su mate cocido. Su trajinar fatigoso no tiene que ver con su postura en la vida, sino con una operación de columna complicada que lo hizo tambalear.
Tiene dos plaquetas, seis tornillos y una malformación de los discos a causa de cargar una mochila con mas de 25 kg durante el recorrido de 8 km, entumecido por las bajas temperaturas que azotaba al batallón.
“Cuando me operaron estaba atado, como estaqueado, y me hizo acordar un poco a Malvinas, al ver a mis compañeros estaqueados, atados como Jesucristo”, recapitula junto al momento en que perjura haber visto un césped bien cortado, hermosos bancos pintados de blanco, un portón que se abría y el reflejo de una luz amarilla atrayente. “Y la puta madre, todo el mundo ve una luz blanca y yo veo una luz amarilla”, se ríe, pero sin olvidar las lágrimas que salieron de sus ojos una vez que vio llegar a la habitación a su esposa e hijos, cuando se alejó del brillo de la luz y volvió a la camilla del hospital.
Desde el martes 13 de abril hasta la rendición y su partida en el Irizar, Carlos sobrellevó momentos difíciles como a lo largo de sus 46 años. Nacido en Atalaya, Partido de La Matanza, promocionó cuarto grado para empezar a convertirse en casi un nómade. Los problemas de salud que aquejaban a su pequeña hermana, hicieron que la familia se traslade a varios lugares de Corrientes (Curuzú Cuatiá, Ituzaingo, Yaciretá) para recalar en Lavalle, una ciudad a orillas del Paraná, entre Santa Lucía y Goya, lugar que lo llevó a pelear por la patria.
Su historia la marca su familia. Es tan así que en el momento de subir rumbo a las Malvinas, recibe la sorpresiva visita de su padre. Exhortado y con un profundo abrazo, le susurra al oído que la policía había aparecido por la casa para comentar que su hermano, radarista del Crucero General Belgrano, estaba en coma cuatro.
Con un padre granadero que estuvo en la Revolución Libertadora de 1955, una madre inmigrante fugitiva de la guerra mundial y una vida marcada por la beligerancia, no podemos hablar de un ex combatiente sino de un continuo luchador.
Con dos nietos, se la rebusca siendo el auxiliar de limpieza de una escuela y pasa sus tardes recogiendo lo que sembró, tiempo atrás, como militante piquetero. Junta libros para las provincias más carenciadas del país y se dispone de esa forma a “disfrutar la vida”.
“Lo peor que me podes hacer, es decirme que me hace falta un psicólogo”, me dice, y yo lo miro como entendiéndolo todo.
Por Jacko Fingers
Tiene dos plaquetas, seis tornillos y una malformación de los discos a causa de cargar una mochila con mas de 25 kg durante el recorrido de 8 km, entumecido por las bajas temperaturas que azotaba al batallón.
“Cuando me operaron estaba atado, como estaqueado, y me hizo acordar un poco a Malvinas, al ver a mis compañeros estaqueados, atados como Jesucristo”, recapitula junto al momento en que perjura haber visto un césped bien cortado, hermosos bancos pintados de blanco, un portón que se abría y el reflejo de una luz amarilla atrayente. “Y la puta madre, todo el mundo ve una luz blanca y yo veo una luz amarilla”, se ríe, pero sin olvidar las lágrimas que salieron de sus ojos una vez que vio llegar a la habitación a su esposa e hijos, cuando se alejó del brillo de la luz y volvió a la camilla del hospital.
Desde el martes 13 de abril hasta la rendición y su partida en el Irizar, Carlos sobrellevó momentos difíciles como a lo largo de sus 46 años. Nacido en Atalaya, Partido de La Matanza, promocionó cuarto grado para empezar a convertirse en casi un nómade. Los problemas de salud que aquejaban a su pequeña hermana, hicieron que la familia se traslade a varios lugares de Corrientes (Curuzú Cuatiá, Ituzaingo, Yaciretá) para recalar en Lavalle, una ciudad a orillas del Paraná, entre Santa Lucía y Goya, lugar que lo llevó a pelear por la patria.
Su historia la marca su familia. Es tan así que en el momento de subir rumbo a las Malvinas, recibe la sorpresiva visita de su padre. Exhortado y con un profundo abrazo, le susurra al oído que la policía había aparecido por la casa para comentar que su hermano, radarista del Crucero General Belgrano, estaba en coma cuatro.
Con un padre granadero que estuvo en la Revolución Libertadora de 1955, una madre inmigrante fugitiva de la guerra mundial y una vida marcada por la beligerancia, no podemos hablar de un ex combatiente sino de un continuo luchador.
Con dos nietos, se la rebusca siendo el auxiliar de limpieza de una escuela y pasa sus tardes recogiendo lo que sembró, tiempo atrás, como militante piquetero. Junta libros para las provincias más carenciadas del país y se dispone de esa forma a “disfrutar la vida”.
“Lo peor que me podes hacer, es decirme que me hace falta un psicólogo”, me dice, y yo lo miro como entendiéndolo todo.
Por Jacko Fingers
sábado, 25 de abril de 2009
El tranco de un andar enmuletado
Fue en algún día insípido del 2001cuando Alfredo no pudo creer que los metros que lo distanciaban del piso serían suficientes como para hacerle trizas un hueso. Y todo por su afán de pintor volador y por andar escalando andamios sin vértigo en las alturas. Menos pudo creer que a los pocos días una puta infección lo iba devorando y que cualquier intento de la cirugía iba a ser imposible para salvar su pierna izquierda. Con la amputación de su tibia y peroné, también se fueron su vieja profesión y su rutina… su mujer se había ido años antes.
Hoy Alfredo anda solo como demostrando que necesitar del otro es una condición más social que biológica. Tiene una hija, nietos y está divorciado. Vive en Isidro Casanova en un departamento angosto, pero dice que se paga todo, se afeita y que come bien todos los días.
La piel de sus manos resquebrajada y las arrugas ya duras de su frente son mezcla del sol y de los 64 años que acarrea hasta mayo, mes en donde le sumará un número más a su calendario de recuerdos. Con gorra veraniega y camisa azul, refuerza el tranco de un lado al otro con la ayuda de dos muletas, y va dejando pequeñas huellas redondas en el pasto que da a la colectora de General Paz, del lado de Provincia. Dice que hace 7 años que regala sonrisas a los que pasan del otro lado de la ventanilla, siempre en el mismo lugar.
“Yo nunca pido, espero que me den”, dice tranquilo alrededor de la una del mediodía de un jueves inconsecuente. Se ríe y habla bastante. Se nota que le gusta hablar, porque lo de andar solo parece ser también una cuestión biológica. Un tipo frena el auto y, mientras se escuchan algunas puteadas, le da un apriete de manos y dos caramelos que primero me los muestra y después los guarda feliz, como a un trofeo de oropel, dentro de su riñonera de cuero negra.
“Me ofrecieron muchos trabajos, pero para mí no hay nada mejor que estar acá”, cuenta con orgullo y se acomoda algunos billetes sueltos que apoya entre su mano y la agarradera de la muleta. Dice que cobra una pensión y que gracias a eso tiene un techo donde ranchar todos los meses. Siempre fue independiente y hasta, sin pedir, junta unos buenos mangos que después divide, porque “el que no sabe ahorra va a ser pobre aunque trabaje”, dice.
También tiene una hermana que lo ayuda pero de ella habla poco. Recuerda que una vez le consiguió una prótesis que donaron en una iglesia, y me cuenta entre risas que estaba tan echa mierda que tuvo que recurrir a las mañas de su antigua profesión de restaurador de muebles para repararla. Ahora no la usa mucho. Se pone un jean, se ata un nudo grueso en la manga izquierda y con eso tira.
Pasa otro auto, lo llaman, se acerca, cobra y vuelve. “Siempre me vas a ver en esta vereda”, me dice después de saludarme. Y mientras me alejo viendo los hoyitos que iba dejando en la tierra con el paso de su andar enmuletado, me recuerda: “Lo importante es proponerse tener siempre algo para hacer”.
Hoy Alfredo anda solo como demostrando que necesitar del otro es una condición más social que biológica. Tiene una hija, nietos y está divorciado. Vive en Isidro Casanova en un departamento angosto, pero dice que se paga todo, se afeita y que come bien todos los días.
La piel de sus manos resquebrajada y las arrugas ya duras de su frente son mezcla del sol y de los 64 años que acarrea hasta mayo, mes en donde le sumará un número más a su calendario de recuerdos. Con gorra veraniega y camisa azul, refuerza el tranco de un lado al otro con la ayuda de dos muletas, y va dejando pequeñas huellas redondas en el pasto que da a la colectora de General Paz, del lado de Provincia. Dice que hace 7 años que regala sonrisas a los que pasan del otro lado de la ventanilla, siempre en el mismo lugar.
“Yo nunca pido, espero que me den”, dice tranquilo alrededor de la una del mediodía de un jueves inconsecuente. Se ríe y habla bastante. Se nota que le gusta hablar, porque lo de andar solo parece ser también una cuestión biológica. Un tipo frena el auto y, mientras se escuchan algunas puteadas, le da un apriete de manos y dos caramelos que primero me los muestra y después los guarda feliz, como a un trofeo de oropel, dentro de su riñonera de cuero negra.
“Me ofrecieron muchos trabajos, pero para mí no hay nada mejor que estar acá”, cuenta con orgullo y se acomoda algunos billetes sueltos que apoya entre su mano y la agarradera de la muleta. Dice que cobra una pensión y que gracias a eso tiene un techo donde ranchar todos los meses. Siempre fue independiente y hasta, sin pedir, junta unos buenos mangos que después divide, porque “el que no sabe ahorra va a ser pobre aunque trabaje”, dice.
También tiene una hermana que lo ayuda pero de ella habla poco. Recuerda que una vez le consiguió una prótesis que donaron en una iglesia, y me cuenta entre risas que estaba tan echa mierda que tuvo que recurrir a las mañas de su antigua profesión de restaurador de muebles para repararla. Ahora no la usa mucho. Se pone un jean, se ata un nudo grueso en la manga izquierda y con eso tira.
Pasa otro auto, lo llaman, se acerca, cobra y vuelve. “Siempre me vas a ver en esta vereda”, me dice después de saludarme. Y mientras me alejo viendo los hoyitos que iba dejando en la tierra con el paso de su andar enmuletado, me recuerda: “Lo importante es proponerse tener siempre algo para hacer”.
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