lunes, 25 de mayo de 2009

Un “para siempre” combatiente

Con un caminar cansino, sin despegar los pies del piso, Carlos Alberto retoña sobre el Centro de Veteranos de Guerra de las Malvinas en el núcleo de San Justo. La desgastada suela de sus alpargatas mantiene sus pies con temperatura tierra y su reacción se vuelve casi un paradigma a la hora de darle un sorbo largo a su mate cocido. Su trajinar fatigoso no tiene que ver con su postura en la vida, sino con una operación de columna complicada que lo hizo tambalear.

Tiene dos plaquetas, seis tornillos y una malformación de los discos a causa de cargar una mochila con mas de 25 kg durante el recorrido de 8 km, entumecido por las bajas temperaturas que azotaba al batallón.

“Cuando me operaron estaba atado, como estaqueado, y me hizo acordar un poco a Malvinas, al ver a mis compañeros estaqueados, atados como Jesucristo”, recapitula junto al momento en que perjura haber visto un césped bien cortado, hermosos bancos pintados de blanco, un portón que se abría y el reflejo de una luz amarilla atrayente. “Y la puta madre, todo el mundo ve una luz blanca y yo veo una luz amarilla”, se ríe, pero sin olvidar las lágrimas que salieron de sus ojos una vez que vio llegar a la habitación a su esposa e hijos, cuando se alejó del brillo de la luz y volvió a la camilla del hospital.

Desde el martes 13 de abril hasta la rendición y su partida en el Irizar, Carlos sobrellevó momentos difíciles como a lo largo de sus 46 años. Nacido en Atalaya, Partido de La Matanza, promocionó cuarto grado para empezar a convertirse en casi un nómade. Los problemas de salud que aquejaban a su pequeña hermana, hicieron que la familia se traslade a varios lugares de Corrientes (Curuzú Cuatiá, Ituzaingo, Yaciretá) para recalar en Lavalle, una ciudad a orillas del Paraná, entre Santa Lucía y Goya, lugar que lo llevó a pelear por la patria.

Su historia la marca su familia. Es tan así que en el momento de subir rumbo a las Malvinas, recibe la sorpresiva visita de su padre. Exhortado y con un profundo abrazo, le susurra al oído que la policía había aparecido por la casa para comentar que su hermano, radarista del Crucero General Belgrano, estaba en coma cuatro.

Con un padre granadero que estuvo en la Revolución Libertadora de 1955, una madre inmigrante fugitiva de la guerra mundial y una vida marcada por la beligerancia, no podemos hablar de un ex combatiente sino de un continuo luchador.

Con dos nietos, se la rebusca siendo el auxiliar de limpieza de una escuela y pasa sus tardes recogiendo lo que sembró, tiempo atrás, como militante piquetero. Junta libros para las provincias más carenciadas del país y se dispone de esa forma a “disfrutar la vida”.
“Lo peor que me podes hacer, es decirme que me hace falta un psicólogo”, me dice, y yo lo miro como entendiéndolo todo.

Por Jacko Fingers

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