Es de noche y por Alberdi andan pocos autos. A simple vista, las veredas están casi vacías y la mayoría de los negocios, cerrados. La luz de un local que vende comida para perros está encendida. Se acerca el dueño y ante mi pregunta, contesta: “Sí… lo conozco. ¿No está en la esquina? Esta mañana andaba por acá rompiendo las bolas”. El horario no era el indicado. César, el árbitro de Mataderos, no suele dirigir de noche.
Es de día y los rayos del sol están casi molestos. Alberdi está colapsada y más aún sus veredas. Los negocios, todos abiertos. Camino despacio. Miro atento y no lo encuentro. De repente, el ruido de un silbato al aire me da la primera pesquisa. César, anda cerca.
Ahí está, a metros de la calle Andalgalá. Entre saludos y bocinazos, saca la amarilla, habla solo, saca la roja y se mueve lento, sobre el mismo lugar. Un barbijo sucio le tapa el rostro y una gorra fluorescente de cotillón le cubre su pelo naranja. Carga dos bolsas de residuos enormes que si no tendrían poco peso serían inlevantables. Mira a lo lejos, revolotea las manos y guapea bravío a la estampida de autos que le pasan cerca.
“Soy puto, ¿no te molesta no?”, se presenta de una y aclimata la charla que ni siquiera había empezado. César balbucea cosas indescifrables, gira la cabeza, mira hacia lo largo de la avenida y se mueve impaciente. Saca de su ocasional equipaje un micrófono de juguete y una radio portátil destruida. La enciende y me muestra que, además de arbitrar, canta, baila y locuta partidos de fútbol. Como los que años atrás quizás haya jugado Chicago, club que se auto adjudica haber dirigido.
Porque él, con sus 56 años, dice ser “árbitro por decisión”. Hoy está ya retirado de un sueño futbolístico que tal vez sólo su conciente cree haber vivido. Por eso día tras día se encarga de dirigir el tránsito vehicular de Mataderos.
“¿De qué diario sos?”, pregunta curioso y corta la bocha. Lo corrijo, me mira fijo, y aprovecha para repetirme que a veces trabaja más cerca de la General Paz, en la calle. Además, que se estaba yendo a lo de su hermana, que vive a unas cuadras.
César tira como puede, con el mango justo. “Algunos negocios me dan algo para comer o algo de guita, el otro día el del almacén me dio 20 pesos”, dice asombrado. Así y todo tiene su propio rancho, sobre la calle Cosquín. A todo esto, me pide un favor. “Necesito 2 pesos para comprar un micrófono nuevo. Sale 15”, comenta y, por las dudas, insiste: “¿De qué diario sos?”.
En el barrio lo conocen todos. Algunos lo toman por colifa, por un chiflado inofensivo, o simplemente un rompe bolas. Otros se divierten y los menos, ya lo cagaron a palos. “Hay gente que tiene mucha maldad, los pibes están muy violentos. Ya me pegaron tres veces y me tuvieron que dar puntos en la mano -me muestra la herida por encima del dedo pulgar-. Además me llevaron puesto dos colectivos y tres autos”, concluye.
No es nada fácil pasar por loco y dirigir el tránsito. “Yo no le hago mal a nadie”, dice. Menos aún cuando recuerda que muy pocos lo contienen, su madre murió hace más de 20 años, y su padre hace unos meses. César está solo. Y solo camina, toca fuerte el silbato, saca la amarilla, la roja, y amonesta colectivos que transitan sin chistar. Solo, también se acerca y se despide. Antes, me dice: “¿No me podés conseguir una peluca?”.
domingo, 26 de julio de 2009
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