lunes, 25 de mayo de 2009

El payaso cantor, un “surfer” de bondis

Pasa el bondi a las chapas y deja saludos en el viento con un bocinazo molesto. “Cucharón” espera y saluda. Está con tiempo. Tiene que tomarse el que va para la General Paz. De ahí le pega duro hasta Chacarita y se viene con el de la vuelta. Trámite que le lleva unas dos o tres horas.

Está solo. Siempre está solo. En realidad, lo acompañan su guitarra, su armónica y su música, la que entrega a los pasajeros en cada oportunidad que pasea por los colectivos.
Su laburo es jodido pero le sienta bien. Es lo suyo. “En general hay buena recepción. Se da de todo, desde la indiferencia hasta el halago”, dice mientras el ruido de los camiones que pasan por la Avenida Provincias Unidas lo tapan hasta enmudecerlo por segundos.

“Cucharón” es un ejemplar sin copias. Un payaso guitarrero con maquillaje desprolijo y un rostro redondo que carga con barba rasposa y 51 años. Hace más o menos 10 que está en la movida y cancherea sobre los trucos del “surf” de bondis. “Si la primera frenada del chofer es fuerte, la segunda es de golpe. Pero ya sé cómo agarrarme. El cuerpo tiene asimilado el movimiento brusco”, explica. Porque sostenerse de pie y estabilizarse a la vez en el “620” es metódicamente una técnica. “Además tenés 5 o 6 minutos para trabajar, y tenés que estar atento al que quiere bajar o pasar por donde estas tocando”, comenta.

No todo tuvo equilibrio en su vida. Sus ingresos perdieron estabilidad allá en los ‘90s. Sobre todo cuando su patrón de Obras Sanitarias, donde trabajaba, le pidió amablemente que no fuera más. Estaba despedido. Pero la solución la encontró rápido. “El negocio son los bondis”, pensó, y comenzó como ambulante a vender cualquier tipo de cosas. Enseguida pegó buena relación con los choferes y lo dejaron subir gratis. Pero la iniciativa tan prometedora… le duró poco. “No tengo alma de vendedor”, dice sin culpa. De ahí, con poco markenting, cambió la estrategia. Influenciado por un amigo, tomó la decisión de su vida. Maquillaje, sombrero, una flor, y una simpatía perseverante con qué bañar al personaje de felicidad y listo, ya era todo un payaso.

Lo de la música viene de antes. Dice que tiene un repertorio con muchas canciones, de distintas clases y estilos. Que grabó un “demo” en el ‘82 y que hasta a veces toca música clásica (SIC). No puede con su genio y me muestra. Se tuerce un poco para agarrar el mango de la guitarra acústica que lleva atajada a su espalda, con correa y sin funda. Toma posición, y en una esquina ruidosa de San Justo, entre semáforo y semáforo, un “Cucharón” con vos gruesa canta un folk, al mejor estilo León Gieco, con letras que hablan de la libertad y el amor. La gente nos mira y sigue. A nadie le importamos, ni a nosotros nos importa nadie. Termina y aplausos.

Así se gana la vida, moneda a moneda y canción a canción. Es un artista, una estrella sin fama, un vendedor de canciones y un surfer de colectivos. Es a secas “Cucharón”, porque a la persona en este caso se la devoró el personaje, quien “va incorporando todo el tiempo cosas”, quien se muestra un verdadero payaso cantor, y quien ahora se despide, porque pasa el 55, y prefiere tomarse ese.


Por Jacko Fingers

Un “para siempre” combatiente

Con un caminar cansino, sin despegar los pies del piso, Carlos Alberto retoña sobre el Centro de Veteranos de Guerra de las Malvinas en el núcleo de San Justo. La desgastada suela de sus alpargatas mantiene sus pies con temperatura tierra y su reacción se vuelve casi un paradigma a la hora de darle un sorbo largo a su mate cocido. Su trajinar fatigoso no tiene que ver con su postura en la vida, sino con una operación de columna complicada que lo hizo tambalear.

Tiene dos plaquetas, seis tornillos y una malformación de los discos a causa de cargar una mochila con mas de 25 kg durante el recorrido de 8 km, entumecido por las bajas temperaturas que azotaba al batallón.

“Cuando me operaron estaba atado, como estaqueado, y me hizo acordar un poco a Malvinas, al ver a mis compañeros estaqueados, atados como Jesucristo”, recapitula junto al momento en que perjura haber visto un césped bien cortado, hermosos bancos pintados de blanco, un portón que se abría y el reflejo de una luz amarilla atrayente. “Y la puta madre, todo el mundo ve una luz blanca y yo veo una luz amarilla”, se ríe, pero sin olvidar las lágrimas que salieron de sus ojos una vez que vio llegar a la habitación a su esposa e hijos, cuando se alejó del brillo de la luz y volvió a la camilla del hospital.

Desde el martes 13 de abril hasta la rendición y su partida en el Irizar, Carlos sobrellevó momentos difíciles como a lo largo de sus 46 años. Nacido en Atalaya, Partido de La Matanza, promocionó cuarto grado para empezar a convertirse en casi un nómade. Los problemas de salud que aquejaban a su pequeña hermana, hicieron que la familia se traslade a varios lugares de Corrientes (Curuzú Cuatiá, Ituzaingo, Yaciretá) para recalar en Lavalle, una ciudad a orillas del Paraná, entre Santa Lucía y Goya, lugar que lo llevó a pelear por la patria.

Su historia la marca su familia. Es tan así que en el momento de subir rumbo a las Malvinas, recibe la sorpresiva visita de su padre. Exhortado y con un profundo abrazo, le susurra al oído que la policía había aparecido por la casa para comentar que su hermano, radarista del Crucero General Belgrano, estaba en coma cuatro.

Con un padre granadero que estuvo en la Revolución Libertadora de 1955, una madre inmigrante fugitiva de la guerra mundial y una vida marcada por la beligerancia, no podemos hablar de un ex combatiente sino de un continuo luchador.

Con dos nietos, se la rebusca siendo el auxiliar de limpieza de una escuela y pasa sus tardes recogiendo lo que sembró, tiempo atrás, como militante piquetero. Junta libros para las provincias más carenciadas del país y se dispone de esa forma a “disfrutar la vida”.
“Lo peor que me podes hacer, es decirme que me hace falta un psicólogo”, me dice, y yo lo miro como entendiéndolo todo.

Por Jacko Fingers