Fue en algún día insípido del 2001cuando Alfredo no pudo creer que los metros que lo distanciaban del piso serían suficientes como para hacerle trizas un hueso. Y todo por su afán de pintor volador y por andar escalando andamios sin vértigo en las alturas. Menos pudo creer que a los pocos días una puta infección lo iba devorando y que cualquier intento de la cirugía iba a ser imposible para salvar su pierna izquierda. Con la amputación de su tibia y peroné, también se fueron su vieja profesión y su rutina… su mujer se había ido años antes.
Hoy Alfredo anda solo como demostrando que necesitar del otro es una condición más social que biológica. Tiene una hija, nietos y está divorciado. Vive en Isidro Casanova en un departamento angosto, pero dice que se paga todo, se afeita y que come bien todos los días.
La piel de sus manos resquebrajada y las arrugas ya duras de su frente son mezcla del sol y de los 64 años que acarrea hasta mayo, mes en donde le sumará un número más a su calendario de recuerdos. Con gorra veraniega y camisa azul, refuerza el tranco de un lado al otro con la ayuda de dos muletas, y va dejando pequeñas huellas redondas en el pasto que da a la colectora de General Paz, del lado de Provincia. Dice que hace 7 años que regala sonrisas a los que pasan del otro lado de la ventanilla, siempre en el mismo lugar.
“Yo nunca pido, espero que me den”, dice tranquilo alrededor de la una del mediodía de un jueves inconsecuente. Se ríe y habla bastante. Se nota que le gusta hablar, porque lo de andar solo parece ser también una cuestión biológica. Un tipo frena el auto y, mientras se escuchan algunas puteadas, le da un apriete de manos y dos caramelos que primero me los muestra y después los guarda feliz, como a un trofeo de oropel, dentro de su riñonera de cuero negra.
“Me ofrecieron muchos trabajos, pero para mí no hay nada mejor que estar acá”, cuenta con orgullo y se acomoda algunos billetes sueltos que apoya entre su mano y la agarradera de la muleta. Dice que cobra una pensión y que gracias a eso tiene un techo donde ranchar todos los meses. Siempre fue independiente y hasta, sin pedir, junta unos buenos mangos que después divide, porque “el que no sabe ahorra va a ser pobre aunque trabaje”, dice.
También tiene una hermana que lo ayuda pero de ella habla poco. Recuerda que una vez le consiguió una prótesis que donaron en una iglesia, y me cuenta entre risas que estaba tan echa mierda que tuvo que recurrir a las mañas de su antigua profesión de restaurador de muebles para repararla. Ahora no la usa mucho. Se pone un jean, se ata un nudo grueso en la manga izquierda y con eso tira.
Pasa otro auto, lo llaman, se acerca, cobra y vuelve. “Siempre me vas a ver en esta vereda”, me dice después de saludarme. Y mientras me alejo viendo los hoyitos que iba dejando en la tierra con el paso de su andar enmuletado, me recuerda: “Lo importante es proponerse tener siempre algo para hacer”.
sábado, 25 de abril de 2009
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